Pregón de la Semana Santa 2.013 a cargo de:
D. Braulio Rodriguez Plaza
Arzobispo de Toledo y Primado de España
En esta noche que antecede al Domingo de Ramos os anuncio la celebración de la Semana Santa que culmina con la fiesta de las fiestas: el misterio pascual de la muerte, sepultura, resurrección y ascensión de Jesús a los cielos, triunfante de la muerte, que abre camino a una vida nueva que Él, Jesucristo, quiere hacer partícipe a cuantos quieran seguirle. Me dirijo a vosotros, vuestro obispo, a quien habéis querido invitar. Lo que os voy a decir poco tiene con un pregón de unas fiestas, por ejemplo, fiestas patronales o de otro tipo. Mis palabras quieren invitaros, más bien, a entrar en la experiencia cristiana de vivir con Cristo y en la comunidad parroquial, su entrega, su muerte y su resurrección, fijándonos en su contenido, siempre antiguo y siempre nuevo.
La Semana Santa es una fiesta que tiene que ver con la vida actual de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. «El mundo moderno aparece a la vez poderoso y débil, capaz de lo mejor y de lo peor, pues tiene abierto el camino para optar entre la libertad o la esclavitud, entre el progreso o el retroceso, entre la fraternidad o el odio» (GS 9). ¿Puede el hombre dirigir correctamente las fuerzas que están en sus manos, que pueden aplastarlo o salvarlo? Sabe que eso puede suceder, por ello duda cada vez más y le dan miedo los desequilibrios. Lo que con frecuencia no sabe, ni quiere reconocer, la humanidad actual es que esos desequilibrios que le fatigan están conectados con otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano.
¿Cuál es ese desequilibrio del ser humano? Estamos atraídos por elementos que se combaten en nuestro interior; atraídos también por muchas solicitaciones: y tenemos que elegir y renunciar. Y no es raro que hagamos lo que no queremos y dejemos de hacer lo que querríamos llevar a cabo. Por ello, sentimos en nosotros mismos una división. Ahí están las causas de tantas y tantas graves discordias que se provocan en la sociedad. Son muchísimos los que, influidos por el materialismo práctico, no tienen tiempo de pensar qué está pasando.
Otros esperan del sólo esfuerzo humano la verdadera y plena liberación de la humanidad y que, liberada la humanidad de prejuicios o condicionamientos, en el futuro hombre sobre la tierra saciará plenamente sus deseos. Otros, por el contrario, piensan que la existencia carece de toda significación propia. Pero también sigue habiendo muchos, quienes se plantean las cuestiones fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía? ¿Qué puedo yo dar a la sociedad? ¿Qué puedo esperar de ella? ¿Qué hay después de esta vida temporal?
Afirma la Iglesia que bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre. Pero sobre todo cree la Iglesia, los que la formamos, que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo, a fin de que pueda responder a su máxima vocación. Y «que no ha sido dado bajo el cielo a la humanidad otro nombre en que haya de encontrar la salvación».
La Semana Santa muestra, pues, cómo Cristo nos ha salvado de los problemas fundamentales de nuestra vida y da respuesta a las preguntas que antes formulábamos, porque Jesús nos da su luz y su vida pujante de resucitado; y eso es lo que conmemoramos cada año en la Liturgia del Misterio Pascual, que se prolonga en los desfiles procesionales como imagen plástica de esa realidad interior. «La Iglesia igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se hallan en su Señor y Maestro» (GS 10).
Pero venimos de una tradición religiosa concreta: la que se inicia en Abrahán y el pueblo de la primera alianza, con quien Dios hace pacto y alianza, y culminará con Jesús de Nazaret, que hace posible el camino de salvación para la humanidad. Es a Cristo a quien el autor de la Carta a los Hebreos llama “Sumo Sacerdote misericordioso y fiel” (2,17), un Sumo Sacerdote capaz de compadecerse de nuestras debilidades, pues ha sido probado en todo, como nosotros, menos en el pecado (Cf. 4,15).
Debemos, pues, retener firmemente y sin asomo de duda que el mismo Hijo único de Dios, el Verbo hecho carne, se ofreció por nosotros a Dios en oblación y sacrificio de agradable olor; el mismo al que, junto con el Padre y el Espíritu Santo, los patriarcas, profetas y sacerdotes del AT sacrificaban animales; el mismo al que ahora, en el NT, junto con el Padre y el Espíritu Santo, con los que es un solo Dios, la santa Iglesia católica no cesa de ofrecerle, en la fe y la caridad, por todo el orbe de la tierra, el sacrificio de pan y vino.
Aquellas víctimas carnales significaban la carne de Cristo, que Él, libre de pecado, había de ofrecer por nuestros pecados, y la sangre que para el perdón de ellos había de derramar, pero en este sacrificio se halla la acción de gracias y el memorial de la carne de Cristo, que Él ofreció por nosotros, y de la sangre, que el mismo Dios derramó por nosotros.
Fijémonos, pues, en nuestro verdadero Sumo Sacerdote, el Señor Jesucristo. Él, habiendo tomado la naturaleza humana, estaba con el pueblo todo el año, pues dice Cristo que el Padre «me envió a evangelizar a los pobres y a proclamar el año de gracia del Señor». Pero en ese año, el día de la expiación, el Viernes Santo, entró Jesús en el Santuario de Dios, cuando cumplida su misión penetró en los cielos, entró en la presencia del Padre, para hacerle propicio al género humano y para interceder a favor de todos los que creen o crean en Él. Así se puede describir el ofrecimiento que Cristo hace de su persona desde la Cena del Señor, pasando por la pasión, crucifixión, sepultura, bajada a los infiernos y resurrección, que es lo que conmemoramos en la Semana Santa.
Dice un escritor cristiano: «Se nos recomienda el modo como el AT se celebraba en el rito de la propiciación o expiación ante Dios; pero tú que has venido a Cristo, verdadero Sumo Sacerdote, que con su sangre te hizo a Dios propicio y te reconcilió con el Padre, trasciende con tu mirada la Sangre de las antiguas víctimas y considera más bien la sangre de aquel que es el Verbo de Dios, escuchando lo que Él mismo te dice; Esta es mi sangre, que será derramada por vosotros para el perdón de los pecados (Orígenes, Homilía 9 sobre el Levítico, 5, 10: PG 12, 515.523).
Comenta san Juan Crisóstomo: “Los judíos vieron maravillas; también tú las verás, y más grandes y sorprendentes que cuando los judíos salieron de Egipto. Tú no viste sumergirse al Faraón con su ejército, pero has visto al diablo con todo su poder cubierto por las olas. Los judíos atravesaron el mar Rojo; tú has atravesado el dominio de la muerte. Ellos fueron liberados de Egipto; tú has sido liberado de los demonios. Los judíos escaparon de la esclavitud en país extranjero; tú has escapado de la esclavitud, mucho más triste, del pecado.
¿Quieres aún más pruebas de que has sido honrado con dones mayores? Los judíos, entonces, no pudieron contemplar el rostro glorificado de Moisés, a pesar de que era consiervo y congénere suyo; tú, en cambio, has contemplado la gloria del rostro de Cristo. Y el apóstol Pablo afirma: Todos nosotros reflejamos como en un espejo en nuestro rostro descubierto la gloria del Señor.
Ellos tenían entonces a Cristo que los seguía; pero, de un modo mucho más real, nos sigue ahora a nosotros. Pues entonces el Señor los acompañaba en atención a Moisés, pero ahora nos acompaña no sólo en atención a Moisés, sino por vuestra obediencia. Ellos, al salir de Egipto, encontraron el desierto; tú, al salir de este mundo, encontrarás el cielo. Ellos tuvieron como guía e ilustre caudillo a Moisés, pero nosotros tenemos como guía y caudillo al otro Moisés, que es Dios mismo” (San Juan Crisóstomo, Catequesis 3,24-27: SC 50, 165-167).
Pero alguno podría preguntar: ¿por qué estar recordando siempre esas historias antiguas, año tras año? ¿No es mejor simplemente ver la Semana Santa como un espectáculo bonito que nuestra tradición quintanareña nos proporciona? Por otra parte ¿no dice san Pablo que Cristo ya no muere más? Sin duda, su muerte ocurrió justo una sola vez, ¿qué sentido tiene, pues, considerar la Semana Santa como una experiencia religiosa, hecho de Liturgia y Piedad popular, que nosotros hemos de recorrer? ¿Es que sufre Cristo hoy?
Consideremos esta cuestión, aunque sea brevemente. En el salmo 140 se dice “Señor, te estoy llamando, ven deprisa, escucha mi voz cuando te llamo”. Y san Agustín comenta: “Esto podemos decirlo todos. No lo digo yo solo, sino el Cristo total”. Interesante ese concepto de “Cristo total”. Al decir “te estoy llamando”, no creas que ha cesado el motivo de llamar. Has llamado, pero no por eso puedes estar seguro. Si hubiera terminado ya la tribulación, no tendrías que llamar más; pero, como la tribulación de la Iglesia y del Cuerpo de Cristo continúa hasta el fin de los siglos, no sólo hemos de decir; Te he llamado, ven de prisa, sino también: Escucha mi voz cuando te llamo” (San Agustín, comentario al salmo 140, 4-6: CCL 40, 2028-2029).
“Pero, ¿quién llama? Dios mío, escucha mi clamor, atiende a mí súplica. ¿Quién es el que habla? Parece que sea uno solo. Pero veamos si es uno solo: Te invoco desde los confines de la tierra con el corazón abatido. Por lo tanto, se invoca desde los confines de la tierra, no es uno solo; y, sin embargo, es uno solo, porque Cristo es uno solo, y todos nosotros somos sus miembros. ¿Y quién es ese único hombre que clama desde los confines de la tierra? Los que invocan desde los confines de la tierra son los llamados a aquella herencia, a propósito de la cual se dijo al mismo Hijo: Pídemelo: te daré en herencia las naciones, en posesión, los confines de la tierra. De manera que quien clama desde los confines de la tierra es el cuerpo de Cristo, la heredad de Cristo, la única Iglesia de Cristo, esta unidad que formamos todos nosotros.
Y ¿qué es lo que pide? Lo que he dicho antes: Dios mío, escucha mi clamor, atiende a mi súplica, te invoco desde los confines de la tierra. O sea: «Esto que pido, lo pido desde los confines de la tierra», es decir, desde todas partes.
Pero, ¿por qué ha invocado así? Porque tenía el corazón abatido. Con ello da a entender que el Señor se halla presente en todos los pueblos y en los hombres del orbe entero no con gran gloria, sino con graves tentaciones” (San Agustín, Comentario al Salmo 60, 2-3: CCL 39, 766).
Cristo está en tribulación, Cristo sufre porque en su Cuerpo hay muchos que sufren, porque en la humanidad hay muchos que padecen, que necesitan que sus lágrimas se enjuguen, que vean amor a su alrededor; Cristo hizo bien su misión, pero no están completos sus sufrimientos; está, pues, en agonía hasta el fin del mundo. Hasta ese punto es solidario Jesucristo con sus hermanos, los hombres y mujeres.
Tenemos que seguir celebrando la Pascua todavía sacramentalmente, conmemorando la Pascua de Jesús, su paso de este mundo al Padre. Lo hacemos con un conocimiento más profundo que se hacía en la antigua Ley, en el AT. La celebraremos, sin duda, de un modo más puro y perfecto cuando aquel que es el Verbo de Dios, Cristo el Señor, beba con nosotros el vino nuevo en el reino de su Padre, dándonos entonces la plena y clara inteligencia de lo que aquí nos enseñó de modo más restringido.
Ahora bien, el que quiera venerar de verdad la pasión del Señor debe contemplar de tal manera en la Liturgia y en los desfiles procesionales, con los ojos de su corazón, a Jesús crucificado, que reconozca su propia carne en la carne de Jesús. Que tiemble de nuevo la tierra por el suplicio de su Redentor, que se rompan las rocas que son los corazones de los que no hemos sido fieles y que salgamos fuera del sepulcro de Cristo, porque hemos sido de nuevo reconciliados por la confesión de nuestro pecados.
La ignorancia ha sido eliminada, la sangre sagrada de Cristo ha apagado aquella espada de fuego que guardaba las fronteras de la vida en el paraíso. La oscuridad de la antigua noche cederá de nuevo en la gran Vigilia Pascual el lugar a la vida verdadera. El pueblo cristiano es invitado otra vez a gozar de las riquezas del paraíso, y a todos los regenerados por el Bautismo, nos ha quedado abierto el regreso a la patria perdida, a no ser que nosotros mismos nos cerremos aquel camino que pudo ser abierto por la fe de un ladrón arrepentido.
«Celebremos, pues, ahora también nosotros lo mismo que celebraba la ley antigua, pero no en sentido literal, sino evangélico; de una manera perfecta, no imperfecta; de un modo eterno, no temporal. Sea nuestra capital no la Jerusalén terrera, sino la metrópoli celestial; quiero decir, no ésta que es ahora hollada por los ejércitos, sino la que es ensalzada por las alabanzas y encomios angélicos.
Inmolemos no ya terneros y machos cabríos, que es cosa ya caducada y sin sentido, sino el sacrificio de alabanza ofrecido a Dios en el altar del cielo, junto con los coros celestiales. Atravesemos el primer velo, no nos detengamos ante el segundo, contemplemos de lleno el santuario.
Y diré más todavía: inmolémonos nosotros mismos a Dios, inmolemos cada día nuestra persona y toda nuestra actividad, imitemos la pasión de Cristo con nuestros propios padecimientos, honremos su sangre con nuestra propia sangre, subamos con denuedo a la Cruz.
Si quieres imitar a Simón de Cirene, toma la cruz y sigue al Señor. Si quieres imitar al buen ladrón crucificado con él, reconoce honradamente su divinidad; y así como entonces Cristo fue contado entre los malhechores, por ti y por tus pecados, así tú ahora, por él, serás contado entre los justos. Adora al que por amor a ti pende de la cruz y, crucificándote tú también, procura recibir algún provecho de tu misma culpa, compra la salvación con la muerte; entra con Jesús en el paraíso, para que comprendas de qué bienes te habías privado. Contempla todas aquellas bellezas; deja fuera, muerto, lo que hay en ti de murmurador y blasfemo.
Si quieres imitar a José de Arimatea, pide el cuerpo a aquel que lo mando crucificar; haz tuya la víctima expiatoria del mundo. Si quieres imitar a Nicodemo, el que fue a Jesús de noche, unge a Jesús con aromas, como lo ungió él para honrarlo en su sepultura.
Si quieres imitar a María, a la otra María, a Salomé y a Juana, ve de madrugada a llorar junto al sepulcro, y haz de manera que, quitada la piedra del monumento, puedas ver a los ángeles y aun al mismo Jesús» (San Gregorio Nacianceno, Disertaciones).
Este es el anuncio de las Fiestas Pascuales, de la Semana grande de la fe cristiana. Mi deseo y mi exhortación a todos los quintanareños, al menos a los que se sientan hijos de la Iglesia Católica: celebrad estos misterios que nos dieron nueva vida. A los Cofrades, que preparan ya desde hace días los desfiles procesionales, vividlos a la luz de la Liturgia de la Iglesia. Así os renovaréis, mediante el perdón sacramental, vuestro Bautismo y Confirmación, vuestra fe cristiana, vuestra Iniciación a ese regalo de Dios para los que creen en Cristo. Feliz Pascua.